en el día que sepas de mi muerte.
¿Para qué? No dejaste fuera a verte
cuando tuve ocasión. Mejor callada.
Si ya supe después que enamorada
te encontrabas de quien tuvo más suerte.
En cambiar fuiste presta, en tanto inerte
me dejabas plantado en la estacada.
No me llores jamás, ni se te ocurra,
aunque pienso que tú no tienes llanto.
Una Musa al oído me susurra
que pudiste tenerlo pero, encanto,
hace ya mucho tiempo lo agotaste
al igual que yo eché mi vida al traste.
Y tan sólo por no prestarme caso
al decir cuánto y cómo te quería.
Hoy maldigo con toda mi energía
al estúpido aquél que hizo el payaso.
Fue el culpable total de aquel fracaso,
el felón que no alcanzo todavía
a entender su intención. Pero ese día
lo que pudo decirte colmó el vaso.
No tuviste la mínima paciencia
y, al igual que un juguete rompe un niño,
sin quererme escuchar, con impaciencia,
decidiste romper aquel cariño.
Mis excusas sirvieron de muy poco.
Me dejaste, cariño, medio loco.
Pero pronto pasó mi enorme cuita
porque yo te hice caso y, sin demora,
apliqué tu consejo: - De la mora -,
me dijiste - la mancha otra la quita. -.
Pronto tuve a mi lado otra bonita
y muy buena mujer. Una señora
de cabeza a los pies y no traidora
como cuento en la historia por mí escrita.
Ella supo quitarme aquella pena,
restañarme la sangre de la herida
que causaste en el alma que, serena,
desde entonces no sufre aunque no olvida
el amor que vivimos los dos juntos,
pero puedo pensar en más asuntos.